El torneo de baloncesto de la NCAA se ha caracterizado
siempre por una buena organización y un importante mercado creado a su
alrededor, incluyendo la venta de todo tipo de merchandising y contratos
televisivos que cubren la retransmisión de casi la totalidad de los partidos. Los
jóvenes jugadores universitarios, estrellas mediáticas en todo Estados Unidos, no
reciben nada a cambio de sus esfuerzos, a pesar de generar una importante
cuantía de ingresos a publicistas y universidades, salvo un adusto e implacable
código de conducta heredado de las primeras generaciones del torneo
universitario y que no ha sabido adaptarse a los tiempos. Con el paso de los
años, algunos son los estudiantes que han alzado la voz contra este injusto
estado de las cosas, mientras otros han decidido explotar su potencial en el
baloncesto profesional cuanto antes. Sin embargo, hubo una generación de
jugadores que decidió desafiar a las convenciones y poner su pasión y buen
hacer en el deporte de la pelota gorda por encima de unas reglas que no
entendían.
Los Michigan Wolverines habían sido campeones de la NCAA en
1989, si bien el equipo capitaneado por Glen Rice, Loy Vaught y Terry Mills no
tardó en escuchar los cantos de sirena del baloncesto profesional, por lo que
el entrenador Steve Fisher, que se había hecho con el cargo a mitad de la
temporada tras la destitución de Bill Frieder, tuvo que ingeniárselas para que
la universidad volviera a tener un equipo competitivo cuanto antes. El reciente
campeonato lo ponía fácil, pero el reclutamiento de jóvenes perlas de los
institutos es siempre una encarnizada lucha, máxime cuando las presiones del
mercado, desde pagos en metálico a regalos de todo tipo, habían aterrizado en
las tácticas de captación de jugadores de muchas universidades.
Labor de rastreo
Tan intenso fue el trabajo de captación que, tras apenas un
año desde el abandono de dos de sus principales baluartes, los Wolverines
sorprendieron a toda la NCAA con el reclutamiento de la mejor generación de
baloncestistas de una misma promoción jamás reunida en un mismo equipo. El primero de los ‘fichajes’ llegados al campus
de Michigan fue Juwan Howard. Se trataba de un intenso alero alto que había
deslumbrado en su instituto de Chicago con un juego atlético en ambos lados de
la cancha. Esta incorporación servía para cubrirse las espaldas de cara a la
dificultad para reclutar a la gran perla de aquella generación, Chris Webber,
un ala-pívot con multitud de recursos ofensivos y una buena implicación de cara
al rebote que era pretendido por la mayor parte de las universidades con
programas de baloncesto potentes en toda la geografía estadounidense. Sin
embargo, hubo una importante razón que no siempre sirve como elemento decisivo
para la captación de talentos: Webber era natural de Detroit, principal ciudad
de este estado norteño, por lo que la cercanía del campus, unida al reciente éxito
deportivo de los Wolverines, fueron algunas de las razones que jugaron a favor
de la universidad local. Igualmente, otra joven perla de Detroit también decidió
quedarse cerca de casa: Jalen Rose, un alero criado en los barrios bajos al que
el baloncesto había alejado de la mala vida. El reclutamiento se completó con
dos prometedores escoltas texanos, Jimmy King y Ray Jackson, dos proyectos algo
menos deslumbrantes pero también incluidos entre los cien mejores de su
generación en todo el país.
El futuro parecía brillante para los Wolverines, si bien el
entrenador Steve Fisher se mostró respetuoso con las conservadoras reglas no
escritas de la NCAA, por las que los novatos se ven relegados a un papel menos
protagonista en los equipos, al menos en los primeros compases de la temporada,
por lo que el gran impacto del quinteto estrella de la Universidad de Michigan
tuvo que esperar. La titularidad de Webber era obvia desde un principio, y Rose
y Howard tenían nivel suficiente para aportar tanto o más sobre el parqué que
cualquier de sus compañeros de plantilla, por lo que pronto comenzaron a
disfrutar de muchos minutos en la cancha.
Cambio de ciclo
Sin embargo, la pujanza de los dos escoltas texanos pronto
tuvo también su reflejo en el reparto de protagonismo. Cada vez eran más los
minutos que tanto King como Jackson estaban en la cancha, haciendo que, durante
una parte cada vez más importante de los partidos, el quinteto de los
Wolverines estuviera compuesto únicamente por los freshmen de aquel éxito de reclutamiento. Tanto fue así que,
mediada la temporada, el 9 de febrero de 1992, los cinco post-adolescentes
salieron como titulares en el partido contra Notre Dame. Ese fue el inicio de
la revolución. Pocas veces en la historia de la NCAA un equipo había
establecido tan claramente un quinteto compuesto por jugadores novatos. Además,
este grupo de chicos desafiaba otras convenciones de la competición, imponiendo
el juego de contraataque y uno contra uno y los lances más propios del streetball a las académicas tácticas de
la NCAA, además de introducir un look
más urbano, con zapatillas y calcetines negros, cabezas rapadas y pantalones
caídos. Además, su actitud desafiante y el thrash
talking con sus contrincantes tampoco eran bien vistos.
El resultado de este cambio fue un importante incremento en
las retransmisiones deportivas de los partidos de Michigan, pero también una
respuesta negativa por parte de seguidores y grandes nombres de la Liga. Así, durante
los dos años en los que el “Fab Five” de Michigan se mantuvo unido, incluso en
el año en que webber dio el sato a la NBA, muchos aficionados empezaron a
enviar cartas amenazantes, la mayoría de ellas de contenido racista, una mala
respuesta que se incrementó cuando Jalen Rose se vio envuelto en una redada
antidroga en una fiesta en el segundo año del equipo.
Sin embargo, la respuesta ante estos malos augurios se daba
en el vestuario y en la cancha y los resultados no podían ser mejores, con
únicamente tres partidos perdidos en la liga regular desde la inclusión de los
cinco debutantes en el quinteto inicial. Y con esa dinámica positiva y el
orgullo de reivindicarse ante la dividida prensa y los sectores más conservadores
de la afición, se plantaron en el torneo de la NCAA con ganas de revelarse. Y
lo hicieron con victorias cómodas ante Temple y East Tenessee State y otras más
trabajadas ante Okahoma State y Ohio State. El objetivo de la Final Four, una
meta a largo plazo para los jóvenes Wolverines, se había cumplido mucho antes
de lo previsto, como mucho antes de lo esperado habían eclosionado las cinco
jóvenes promesas. Ya en Minneapolis, los Wolverines se las ingeniaron para
deshacerse de Cincinatti en la semifinal nacional, lo que hacía que el último
escollo hacia una temprana consagración eran los Blue Devils de Duke.
Se trataba de la Némesis de Michigan. Si los Wolverines
destacaban por su juego libre, sus provocaciones y su aspecto urbano, los de
Duke eran buenos chicos, con una estrella blanca como Christian Leattner y
jugadores respetuosos con las reglas, tanto blancos como de color, como Grant
Hill o Bobby Hurley, deportistas bienintencionados y de buena familia a los que los Wolverines llamaban "Tío Tom". Durante la temporada, Michigan había conseguido exprimir a
los Blue Devils hasta la prórroga en su propia casa, aunque en el partido definitivo, los
Wolverines pagaron su falta de experiencia y fueron arrollados por los pupilos de Mike Krzyzewski por 71-51.
El regreso
Lo peor de la derrota no era tanto el sinsabor de quedarse a
las puertas del título en sí, algo que no se esperaba con una generación tan
joven de buenos jugadores en su primer año, sino la creación de unas altas
expectativas difíciles de refrendar después de un primer año de ensueño. A la
vuelta de un viaje de hermanamiento por Europa, algo poco atractivo en un
principio para jóvenes de menos de 20 años procedentes de barrios
desfavorecidos de los Estados Unidos, los jugadores Michigan se había
convertido en uno de los reclamos más importantes de la NCAA a nivel comercial
y televisivo, por encima incluso de los campeones, y la venta de merchandising se había multiplicado a
niveles jamás vistos en un equipo universitario, con marcas tan importantes
como Niké metidas en el ajo, dos factores que, de forma inconsciente, se habían
colado dentro del vestuario de los lobeznos.
Aún así, dentro de la cancha, todo parecía seguir fluyendo
de la manera adecuada, con 26 victorias en los 30 partidos de la temporada
regular, lo que le valió el número 1 regional y una cómoda victoria por más de
30 puntos en la primera ronda contra Coastal Carolina. El resto del camino fue
algo más arduo, con victorias ante UCLA por dos puntos en la prórroga, ante
George Washington por 8 y ante Temple por 6.
Segunda Final Four en dos años y esta vez con una urgencia mayor de ganar,
una empresa también complicada. Para empezar, la Universidad de Kentucky
exprimió a los pupilos de Steve Fisher hasta la prórroga, aunque los lobeznos
terminaron imponiéndose 81-78. La final estaba servida y el rival parecía
incluso más asequible que el año anterior. Los Tar Heels de North Carolina
contaba con dos jugadores de referencia, aunque menos peligrsos a priori que
los Blue Devils el año anterior, Eric Montross dentro y George Lynch fuera,
capitaneados desde el banquillo por el veterano Dean Smith, toda una leyenda
con más de treinta año comandando a esta Universidad. A pesar de ello, los Tar
Heels plantearon un duelo exigente, manteniéndose siempre cerca e, incluso, por encima en el marcador. A falta de escasos segundos, los de North Carolina
estaban 2 arriba, por lo que los focos estaban sobre las tres estrellas de los
Wolverines. Alguno de los tres debía intentar arreglar el entuerto. Y parecía
que Webber, el más deslumbrante producto de su generación, sería el encargado
de hacerlo.
Tras un fallo en un tiro libre, Webber cogió el rebote con
autoridad, dudó entre pasar el balón o salir botando, aunque finalmente cruzó
la cancha y, con 13 segundos para el bocinazo final, pidió un tiempo muerto
para zafarse de la defensa y poder preparar la última jugada. Pero la mala
suerte quiso que no quedaran tiempos muertos para Michigan, lo que penalizó a
la estrella univesitaria, malaconsejada por uno de sus compañeros en el
banquillo para tomar esa decisión, con una falta técnica y la práctica
imposibilidad de alzarse con el título. Los dos tiros libres y la posesión
posterior dejaron el resultado final en un 77-71 de infausto recuerdo.
Webber no podía más. Al desencanto de la primera derrota se
unía la sensación de culpabilidad por el infantil error cometido, además de la
sensación de sentirse estafado al ver cómo su status de estrella no le era nada
beneficioso personalmente, pero enriquecía a los que estaban a su alrededor,
las televisiones y, sobre todo, la Universidad, que disparó sus ingresos por merchandising de 1,6 millones de dólares
en 1989 a 10,5 tres años después. Así, después de dos años, decidió dar el
salto al profesionalismo, siendo elegido en el número 1 del draft de 1993,
iniciando la descomposición del “Fab Five”, que se consumaría al año siguiente
cuando Juwan Howard y Jalen Rose también dieron el salto a la NBA.
El olvido
Si la posibilidad de haber constituido una leyenda en la
NCAA se había desvanecido con las derrotas, a pesar de haber revolucionado la
organización y las formas de actuar en la liga universitaria, el recuerdo de
los “Fab Five” quedó enturbiado por uno de los escándalos más recordados del
deporte amateur en Estados Unidos. En 1999, un Gran Jurado se hizo cargo de un
caso de pagos ilegales y apuestas en el que estaban implicados cuatro jugadores
de los Wolverines de diferentes temporadas. Según demostró la investigación de
seis años iniciada tras el accidente de tráfico de un coche con el equipo de
reclutamiento de la Universidad de Michigan y algunos jugadores de instituto,
un contacto totalmente ilegal en la NCAA, el empresario Eddie L. Martin,
conocido como “Uncle Eddie” o “Little Ed” en el ambiente deportivo de Detroit,
había estado pagando y haciendo regalos a algunos jugadores para que ficharan
por el equipo de la Universidad de Michigan. En concreto, y según los
resultados de las pesquisas, se pudo documentar el gasto de unos 616.000
dólares en distintos pagos y presentes a Chris Webber, Maurice Taylor, Robert
Traylor y Louis Bullock, la mayor parte de los cuales fueron para la estrella
universitaria y la NBA.
Cuando la investigación terminó, en 2002, la propia Universidad
propuso sanciones que incluían la eliminación de todos los registros, tanto
individuales como de equipo, de las temporadas en las que jugaron los
deportistas impicados, la renuncia a los banderines de subcampeón de los años
1992 y 1993 de los “Fab Five”, la devolución del dinero asignado por la NCAA
por sus éxitos deportivos y varios años de descalificación para el torneo
nacional. Con la aprobación por parte de la dirección de la NCAA de estas
reprimendas, el recuerdo de uno de los equipos más espectaculares e intrépidos
de la historia de la liga universitaria quedó fuertemente ensombrecido, si bien
su huella sí pervivió algunos años, dando un mayor protagonismo y una cierta
libertad a los jugadores, principales actores del teatro del deporte
universitario.
Material complementario
Documental “Fab Five” de ESPN
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