La década de los 90 en la NBA fue una época de especial
esplendor en la posición de escolta. Bajo la gigantesca sombra y la dominadora
presencia de Michael Jordan se arremolinaban otras jóvenes estrellas y líderes
rutilantes como Reggie Miller, Eddie Jones, Latrell Sprewell y, más tarde,
Allen Iverson, Ray Allen y Kobe Bryant; las primeras muestras del talento
extranjero de la mano de Drazen Petrovic y Shasha Danilovic; viejos rockeros
que venían dando el callo desde los 80 como Joe Dumars, Mitch Richmond o Mario
Elie, y tiradores infalibles como Jeff Hornacek, Steve Smith, Allan Houston o
Dell Curry. En esta larga nómina de hombres exteriores, una lista casi
inolvidable para los mitómanos del baloncesto de hace dos décadas, aparece un
nombre algo menos brillante pero que, sin duda, dejó una huella importante en
uno de los escenarios baloncestísticos más emblemáticos del mundo. El relumbrón
de sus contemporáneos no le ha reservado un hueco en el Olimpo, pero el Madison
Square Garden aún recuerda a John Starks.
La infancia de Starks no fue precisamente sencilla. Nacido
en Tulsa, una de las principales ciudades del estado de Oklahoma, el pequeño
John convivió durante su infancia con cuatro hermanos y dos hermanas, casi
todos ellos de padres diferentes, un total de siete quebraderos de cabeza para
Irene, una madre siempre pendiente de mejorar, en la medida de lo posible, la
calidad de vida de su extensa familia. En este contexto, fue uno de sus
hermanos mayores el que continuamente le retaba en la cancha de baloncesto, lo
que le obligaba a esforzarse al máximo para poder conseguir arrebatarle un
balón o meter una canasta, un rasgo de carácter que le acompañaría siempre que
pisara el parquet, ese empeño por “jugar como un tigre”, como él mismo lo
calificaba. A pesar de este pique continuo, Starks no empezó a jugar al
baloncesto de forma organizada hasta su último año de instituto, en Tulsa
Central High School, una experiencia finalmente positiva y que le hizo
decidirse para intentar convertir el deporte de la pelota naranja en su modo de
vida.
Cuatro universidades en cinco años
Sin embargo, la vida no iba a ser sencilla. Inscrito en una
universidad de segunda fila, Rogers State College, el entrenador incluyó a
Starks en una segunda unidad del equipo de baloncesto, un grupo de jugadores
que solamente servían de sparring durante
los entrenamientos para la plantilla oficial, sin posibilidad de jugar ni un
solo partido. A ello se unían los problemas de conducta, que concluyeron con su
expulsión cuando fue acusado del allanamiento de la habitación de un compañero
de clase y el robo de un aparato estéreo. Northern Oklahoma College fue la
elegida para el segundo curso, durante el que ya tuvo más oportunidades en el
equipo de baloncesto. Incluso las autoridades universitarias y deportivas no le
pusieron impedimento para que pudiera cumplir los cinco días en la cárcel a que
había sido sentenciado por los altercados del curso anterior. Pero la cosa
volvió a torcerse al curso siguiente, cuando ya jugaba con continuidad y
promediaba más de 11 puntos por partido. Fue entonces cuando Starks fue
sorprendido en su habitación fumando marihuana, motivo más que suficiente para
la expulsión según las normas de la universidad.
Este segundo tropiezo en su errática conducta parecía dar al
traste con sus intentos por hacerse un nombre en el baloncesto universitario,
por lo que se buscó un trabajo ‘de verdad’ como dependiente del supermercado
Safeway. Su nueva realidad le hizo darse cuenta de sus errores del pasado, por
lo que intentó volver a la universidad, esta vez con claro propósito de
enmienda para mejorar su formación en la rama de Empresariales. Una vez de
nuevo en clase, esta vez en Tulsa Junior College, no pudo dejar pasar la
oportunidad de enrolarse nuevamente en el equipo de baloncesto. Su buen
rendimiento, en clase y, sobre todo, en la cancha, hicieron que Oklahoma State
University, de mayor reputación dentro de la NCAA y su competición
baloncestística, pujara por él.
Esta mejora de comportamiento y juego no fue refrendada por
los equipos profesionales de baloncesto, que no confiaron en este menudo
escolta con pasado problemático en el Draft de 1988. Sin embargo, sí había
causado cierta buena sensación en algunos círculos, por lo que finalmente
consiguió que los Golden State Warriors de Larry Brown le ofrecieron un
contrato. Su primera experiencia NBA no fue demasiado positiva, con muy poca
regularidad en sus minutos en cancha, lo que finalmente condujo a que la
franquicia californiana le cortara sin terminar el curso. Sin embargo, el sueño
ya había tomado forma y, con unos cuantos partidos sobre el parqué de la mejor
Liga del mundo, la idea de ser baloncestitsta profesional se había convertido
en una realidad al alcance de la mano. Las minoritarias Continental Basketball
Association (CBA) y World Basketball League (WBL) fueron su refugio durante una
temporada en la que compitió defendiendo los colores de Cedar Rapad Silver
Bullets y Memphis Rockers, un trabajo callado que finalmente le valió una
segunda oportunidad en la NBA.
El comienzo de una hermosa amistad
Los New York Knicks llamaron a su puerta para que probara en
distintos campus de verano y en la pretemporada del equipo. Parecía que la garra derrochada sobre el parqué no iba a ser suficiente, a pesar de lo cual, Starks seguía esforzándose y dejando jugadas espectaculares en cada uno de los entrenamientos. La mala (o buena)
suerte quiso que el joven escolta se lesionara la rodilla justo cuando
intentaba hacer una acción de gran mérito, de esas que pueden garantizar un
contrato en la NBA: un mate sobre Patrick Ewing, estrella del equipo de la Gran
Manzana y uno de los pívots más reputados de la Liga. El convenio colectivo
impedía que un jugador fuera cortado en caso de lesión e imponía un plazo
máximo para asegurar la continuidad hasta final de temporada en caso de que la
dolencia se prolongara. Y con esta argucia legal comenzó una de las historias
de amor mutuo más intensas del baloncesto profesional, la de John Starks y el
público del Madison.
El retorno de Starks a las canchas se produjo mediada la
temporada 1990/91, justo en un partido ante los Chicago Bulls y la imponente
figura de Jordan. Su intensa defensa sobre la gran estrella de la Liga le
hicieron ganarse pronto el beneplácito del público en este primer partido con
los Knicks, si bien su participación en el equipo no era aún protagonista. La
llegada de Pat Riley al banquillo la temporada siguiente supuso un espaldarazo
para el juego de Starks, dado el gusto del nuevo entrenador por el juego físico
e intenso del escolta de Oklahoma, que se completaba con otros tipos duros de
la plantilla como Charles Oakley y Anthony Mason.
Con “Mr. Gomina” a los mandos y Patrick Ewing como principal
referencia ofensiva en el campo, los minutos en el campo y el rendimiento en la
pista fueron creciendo, revelándose como un más que decente tirador de larga distancia, una defensor implacable y un buen generador de juego gracias a
rápidas y poderosas penetraciones. Además, su entrega y un carácter explosivo
también habían ayudado a que los fans le tomaran como referencia en el equipo, alguien que, al margen de sus condiciones técnicas, mostraba un deseo de ganar que, entre los habituales del Madison, se interpretaba como un amor incondicional a los colores.
Celebraciones exaltadas, gestos de rabia y confrontaciones con sus defensores y defendidos son aún recordados por algunos seguidores, destacando anécdotas como
el enfado de Jordan y Pippen que casi acaba en una pelea, el cabezazo propinado
a Reggie Miller que el costó la expulsión o el pateo del balón tras una
polémica decisión arbitral.
Sin embargo, a nivel colectivo, los Knicks y su mejorado
juego se chocaban siempre con la supremacía de los Bulls en aquellos años,
además de las encarnizadas luchas con dos de sus grandes rivales en la década
de los 90, Indiana Pacers y Miami Heat. Precisamente uno de los sus
enfrentamientos contra los indiscutibles campeones de aquellos años se produjo
la jugada que elevaría definitivamente a Starks a los altares de los fans
neyorkinos. El 25 de mayo de 1993, con apenas 50 segundos por jugarse en el
igualado segundo partido de las Finales de la Conferencia Este en el Madison
Square Garden, el escolta cogió el balón, dribló a BJ Armstrong, remontó la
línea de fondo y desafió con un potentísimo salto a Horace Grant y Michael
Jordan que intentaban taponarle, una jugada que, en el imaginario Knickerbocker
se conoce únicamente como “The Dunk”.
Convertido en leyenda para sus propios seguidores, tocaba
dar un golpe sobre la mesa de la NBA. Y éste llegó en la temporada 1993/94.
Plenamente asentado como titular en el equipo y con una participación importante
en minutos, Starks aprovechó el curso para elevar su rendimiento en la pista,
registrando el mejor promedio de su carrera en puntos (19), asistencias (5,9) y
robos de balón (1,6), cifras que le valieron su selección para la disputa del
All-Star Game. Sin embargo, la felicidad no pudo ser completa y una grave
lesión le apartó de los últimos meses de competición, algo que,
afortunadamente, no arruinó la buena marcha del equipo, que siguió su camino hacia la post-temporada a pesar de la ausencia de su segundo máximo anotador, solamente por detrás de la titánica presencia de Ewing.
Afortunadamente, los plazos de recuperación de la lesión se fueron acortando, de modo que Starks pudo
reincorporarse al equipo en los Play-Offs y ser importante en las Finales de la NBA
contra Houston Rockets, las primeras de la franquicia neoyorkina en dos
décadas. De hecho, después de mostrar un buen rendimiento durante casi todos
los partidos, lo que ayudó a conseguir una ventaja de 3-2 para los de Nueva
York, el séptimo partido en Houston fue uno de los peores recuerdos para
Starks, con apenas dos canastas anotadas en todo el partido y un total de diez
tiros fallados solamente en el último cuarto.
La competencia en la Conferencia Este volvía a ser máxima
con la llegada de nuevas estrellas y, sobre todo, por el regreso de Jordan a
los Bulls después de una retirada de un año y medio. Así, a pesar de que la
química del equipo seguía siendo buena, los resultados finales fueron peores
que los del año anterior, lo que hizo que el equipo se fuera desmembrando. El
golpe más duro fue el fichaje de Pat Riley por Miami Heat, lo que supuso la
llegada al banquillo de Don Nelson y la reducción del protagonismo de Starks en
beneficio de Hubert Davis, un jugador menos querido por la afición pero con un
carácter más dócil y más disciplina táctica. El experimento Nelson duró poco y
pronto fue sustituido por Jeff Van Gundy, que volvió a situar a Starks como
titular. Sin embargo, los tiempos habían cambiado y era momento de ir
reestructurando el equipo, algo que afectó de forma especial al escolta de
Oklahoma cuando los Knicks ficharon a Allan Houston, uno de los mejores
tiradores de la Liga. Con la titularidad perdido en beneficio del nuevo
fichaje, Starks no se desanimó y siguió trabajando con intensidad, aunque con
menos presencia en pista. A pesar de ello, sus promedios anotadores se
mantuvieron por encima de los 13 puntos por partido, lo que le valió el premio
del Mejor Sexto Hombre en la temporada 1996/97.
Despedida y cierre
Tras dos años de suplencia y buenas actuaciones a pesar de la reducción de minutos en pista, los Knicks buscaban nuevas
piezas para mantener un buen nivel en la competición. De este modo, Starks fue enviado a cambio de Latrell
Sprewell a Golden State Warriors, su primer equipo en la NBA, aunque con una
suerte bien distinta a aquella primera temporada tras la universidad. En California, el escolta recuperó la titularidad y
vio aumenta sus minutos de juego, aunque sus prestaciones no se vieron muy
beneficiadas por este aumento de protagonismo, manteniendo buenas medias aunque mostrando una menor explosividad en sus movimientos y un acierto algo menor en sus tiros lejamos. A pesar de abandonar la Gran
Manzana, los aficionados neoyorkinos no olvidaban a su carismático jugador, que
ha sido recibido con sonoras ovaciones siempre que ha acudido al Madison, más
como público que para jugar. Y así, con unos promedios anotadores menguantes,
la carrera de 13 años de Starks en la NBA se fue apagando con un fugaz paso por
Chicago Bulls y dos temporadas en Utah Jazz.
Después del baloncesto, la vida de Starks se ha dedicado a
los comentarios televisivos de partidos de sus queridos Knicks, a una breve
experiencia como entrenador del espectacular slamball, a la inversión en
diferentes empresas, la más importante una marca de zapatillas, y, sobre todo,
a la creación de John Starks Foundation, una asociación que trabaja en Tulsa y
otras localidades de Oklahoma con familias en riesgo de exclusión social o con
falta de recursos para una buena alimentación o la educación de los más
pequeños.
El eterno '3'
Al no haber conseguido llevarse el gato al agua en las
Finales de 1994, John Starks no figura en el Olimpo de jugadores con su número
retirado en el Madison Square Garden, como sí lo hacen los héroes de los títulos de 1970 y 1973 o su compañero Patrick Ewing, líder histórico de la franquicia en gran parte de las categorías estadísticas. Sin embargo, el escolta de Oklahoma
siempre será el número 3 de los Knicks para muchos aficionados, entre ellos el
director de cine Spike Lee, que frecuentemente luce su camiseta en la silla a
pie de pista que ocupa desde hace décadas en el pabellón neoyorkino. Los
aficionados más jóvenes quizás recuerden mejor a otros que, a pesar de la
legendaria presencia de Starks, han decidido llevar este número en los Knicks,
como Stephon Marbury, Tracy McGrady o, más recientemente, Kenyon Martin, jugadores que no han
conseguido hacer olvidar a ese menudo tirador que lucha “como un tigre” cada
posesión.
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