Su historia tenía todos los alicientes para convertirse en
una de esas leyendas de superación y éxito que el deporte, no solamente el de
la pelota gorda, regalan a veces a sus seguidores. Sin embargo, la realidad ha
sido más tozuda y, unida a un poco de mala suerte, han hecho que el cuento de
hadas termine antes de tiempo y sin el brillo que se pronosticaba. Después de
ser una estrella universitaria, plantar cara a una enfermedad crónica y superar
una grave lesión de rodilla, de asombrar con un carisma especial y un look más que llamativo, Adam Morrison se
retira del baloncesto activo y pasará a formar parte del cuerpo técnico de la
Universidad de Gonzaga, donde militó durante tres temporadas, mientras concluye
sus estudios. De este modo, el que fuera proyecto de estrella baloncestística
se unirá a su mentor, Mark Few, y aconsejará a los jóvenes estudiantes sobre
los avatares que les esperan en el paso al profesionalismo.
Es cierto que cualquier prometedor proyecto de alero blanco
es siempre comparado con Larry Bird, pero puede que Morrison fuera el primero
que pudiera convertirse verdaderamente en el heredero de Larry Legend, uno de
los principales ídolos dentro de un vasto universo cultural y deportivo de este
baloncestista. Algo menos creativo a la hora de crear juego y con una actitud
defensiva más perezosa que el de Indiana, Morrison contaba con la enorme
capacidad anotadora de Bird, además de una capacidad de liderazgo y una
desmedida pasión por la victoria, además de una aspecto algo alejado de los
stándares de un deportista profesional, con diferentes estilismos capilares,
siempre con melena, y un bigote que, una vez más, recordaba al ídolo de los 80.
Nacido en un pequeño pueblo de Montana, Glendive, Morrison
empezó a practicar baloncesto muy pronto, dado que su padre era entrenador de
instituto y le inculcó desde joven los fundamentos técnicos de este deporte. La
infancia itinerante en pos de los nuevos destinos de su familia concluyó en
Spokane, una ciudad mediana del estado de Washington, sede de la Universidad de
Gonzaga, entidad a la que se verá asociado desde su mudanza en adelante. Y es
que, nada más llegar al que sería su nuevo hogar con apenas diez años, y siempre
con una pasión desmedida por el deporte del balón naranja, se enroló en la
organización universitaria como recogepelotas, lo que le permitió estar
presente en todos los partidos y muchos entrenamientos.
Un enfermedad para toda la vida
Su progresión no era ningún secreto para los ojeadores
locales, que incluso le invitaban a campus con jugadores de mayor edad, si bien
nunca fue considerado uno de los mejores proyectos de su generación, a pesar de
su rendimiento en la cancha. Durante uno de estos talleres de trabajo técnico y
táctico, con la edad de 13 años, Morrison tuvo que enfrentarse al primer gran
escollo en su carrera. Durante los días de entrenamiento, el joven alero fue
perdiendo peso de forma exagerada, un proceso que culminó con el desmayo
durante una de las sesiones el 2 de mayo de 1999. Tras varias pruebas en el
hospital, el diagnóstico confirmó que el problema era una diabetes tipo 1, una
enfermedad crónica que le haría esclavo de una dieta estricta y de la necesidad
de inyectarse insulina frecuentemente, algo prácticamente incompatible con la
vida de un deportista profesional.
Pero por aquel entonces, el baloncesto era solamente un
juego, a pesar del carácter ganador que siempre le había acompañado, por lo que
siguió compitiendo en su instituto, el Mead Senior High School, donde fue
haciéndose un jugador indispensable en los esquemas de juego gracias a su
facilidad anotadora y su liderazgo sobre la pista. Así, en sus cuatro años, fue
el máximo anotador del equipo, logrando el récord de su conferencia con 1.904
puntos en una de las temporadas. En su último año, su instituto consigue llegar
a la final de estado de Washington, un partido épico que Morrison tuvo que
jugar fuertemente mermado por una hipoglucemia, a pesar de lo cual logró anotar
37 puntos que no ayudaron a conseguir la victoria.
En casa como en ningún sitio
Llegaba la hora de dar el salto a la universidad, y Gonzaga
parecía el lugar más indicado. Allí podría saciar sus inquietudes
intelectuales, que junto con su aspecto le había granjeado una fama de tipo
estrafalario en la ciudad, sobre todo para un atleta, y permanecer cerca de
casa para estar más arropado en su enfermedad, con la que ya había aprendido a
vivir, inoculándose solo la insulina prácticamente desde el comienzo de su
tratamiento. De esta forma, pronto se convirtió en una celebridad en su campus,
como después lo sería en el seno de la NBA, gracias a su espíritu de superación
de su enfermedad y a sus polémicas declaraciones políticas, su carácter
intelectual, su reconocida defensa de las tendencias de izquierdas, esas tan
poco presentes en el espectro político de EEUU, su admiración por el “Ché”
Guevara, su interés por las tesis del marxismo-leninismo y su gusto por el
heavy metal y estilos afines.
De la mano de Mark Few y con el número 3 a la espalda,
Morrison fue progresando en su juego y en su importancia en al pista. En su
primer curso, el equipo fue el mejor de su Conferencia con 11,4 puntos de
aportación del joven alero. El segundo año, ya con más galones en los esquemas
de Gonzaga, sus prestaciones subieron hasta 19 puntos por partido, logrando una
vez más ser el mejor equipo de la WCC. Ya convertido casi en un ídolo en su tercera temporada en los Bulldogs, Morrison promedió 28,1 puntos por partido,
con 13 partidos por encima de los 30 y un máximo de 40 puntos frente a Loyola
Marymount. Este rendimiento le llevó a una rivalidad a distancia con el base de
Duke J. J. Reddick como gran revelación de la temporada, una competición que se
saldó con un MVP compartido por los dos jugadores.
A nivel colectivo también
fue el mejor año para los Zags, logrando colarse en el Sweet Sixteen, a apenas
un par de pasos de la Final Four de la NCAA, si bien un competido partido
contra UCLA, saldado con una pérdida de balón en la última posesión del pívot
J. P. Batista, el segundo mejor jugador del equipo durante la temporada. Ese
sería su último partido en Gonzaga, ya que había decidido dar el salto a la NBA
antes de que su enfermedad le dificultara aún más la tarea, por lo que no pudo
evitar echarse a llorar sobre el parqué al no haber podido poner la guinda al
pastel, un requisito indispensable para su carácter ganador.
Sus buenos años en Gonzaga le habían abierto la puerta del
baloncesto profesional, y su trabajo había costado. Mientras sus compañeros
podían llevar una dieta normal para un deportista, con copiosas y energéticas
comidas varias horas antes de los partidos, Morrison tenía que comer un par de
filetes, una patata y unos guisantes apenas 2 horas y cuarto antes de cada
encuentro, además de tener siempre dosis suficientes de insulina, que en su
vida diaria llevada en una bomba pegada al pecho, en el banquillo, ya que
llegaba a pincharse entre tres y cinco veces en cada partido, unas rutinas que
tuvo que compaginar también, esta vez con más dificultades dados los continuos
viajes y cambios de horario, en su vida profesional.
Después de tres años de creciente estrellato
universitario, misteriosamente Morrison no se encontraba entre los jugadores
más deseados para el Draft de 2006 según periodistas y expertos, lo que hacía
que su futuro fuera una nueva incógnita. Sin embargo, su MVP no pasó
desapercibido para Michael Jordan, que se acababa de hacer cargo de la
dirección de la recién creada franquicia de Charlotte Bobcats, y decidió darle
una oportunidad al joven alero. Un más que digno número 3 del Draft por detrás
de Andrea Bargnani y LaMarcus Aldridge y grandes expectativas en una joven
franquicia con malos resultados en sus únicas dos temporadas en la Liga.
De estrella a último recambio
Su deber fue esperanzador, con 14 puntos y 3 rebotes y,
después de un partido de 30 puntos contra Indiana Pacers, el 35 se convirtió en
la camiseta favorita en Charlotte, mientras que su peculiar aspecto con pelo
largo y bigote también era imitado en las gradas Time Warner Cable Arena con
pelucas y postizos. Sin embargo, su escasa implicación defensiva hizo que
Bernie Bickerstaff le relegara a un papel más secundario en la rotación. Aún
así, la temporada concluyó con 11,8 puntos y 2,9 rebotes de promedio, a pesar
del descenso de protagonismo.
Sin embargo, su inicio más o menos prometedor se cortó de
repente el 21 de octubre de 2007, en un partido de pretemporada contra Los
Angeles Lakers mientras Morrison defendía a Luke Walton. Las pruebas médicas
revelaron que la consecuencia de aquella dolorosa caída causó la rotura del
ligamento cruzado anterior de su rodilla, una lesión que le mantuvo apartado de
las canchas toda su segunda temporada, la 2007/08, y parte de la tercera. Su
regreso, mediado el curso 2008/09, no fue nada exitoso, ya que el nuevo
entrenador, Larry Brown, tenía más que decidida su rotación habitual y no
estaba dispuesto a incluir en ella a un poco experimentado proyecto de estrella
con poca inclinación hacia la defensa y que no había recuperado su facilidad
anotadora después de la grave lesión. Así, en 44 partidos, sus promedios
cayeron a 4,5 puntos y 1,6 rebotes, un papel testimonial que le relegó a servir
como moneda de cambio, junto a Shannon Brown, para que Charlotte consiguiera a
Vladimir Radmanovic.
Una vez en los Lakers, sus minutos sobre el parqué fueron
nuevamente en descenso, aunque al menos estaba enrolado en un equipo ganador
con una química en el vestuario más placentera que la de los perdedores Bobcats,
un lugar en la que su peculiar carácter intelectual era bien aceptado, sobre
todo por su entrenador, Phil Jackson, que le regaló varios libros de interés,
como la biografía del “Ché” Guevara. Gracias a ello, y con el número 6 a la
espalda, logró levantar dos títulos de Campeón, aunque con aportaciones
simbólicas de 1,3 puntos en sus ocho partidos en 2009 y 2,4 en sus 31
encuentros la campaña 2009/10. La nueva temporada marcaba un nuevo inicio, otra
vez en un equipo con sistemas de juego menos definidos ya que se encontraban en
busca de una nueva estrella. Sin embargo, Morrison tampoco consiguió encajar en
Washington Wizards, donde fue cortado antes del inicio de la temporada después
de varios campus de entrenamiento.
Buscando un futuro más brillante
Un año en blanco no ayudaba a un posible regreso a la NBA,
por lo que, con el fin de volver a sentirse importante, el peculiar y
prometedor alero decidió probar en Europa durante la temporada 2011/12 para no
desaprovechar su talento. Belgrado fue su destino, atraído por la fogosidad del
público del Estrella Roja, muy similar a la de su alma máter Gonzaga, y el
inicio fue más que prometedor. Líder de anotación del equipo y plenamente
integrado para defender los colores, se ganó a la grada con su amplio repertorio de movimientos ofensivos y por un recobrado espíritu ganador, que le
llevaba a celebrar sus canastas, hacer toda clase de gestos e, incluso, a tener
sus más y sus menos con algunos jugadores rivales (y, por tanto, con los
árbitros) durante los partidos. 8 partidos, 15,5 puntos y 3,1 rebotes por noche
le hicieron volver a sentirse importante, por lo que abandonó la disciplina del
Estrella Roja en busca de aspiraciones mayores, ya fuera en Europa o en la NBA.
Su reaparición no había causado tanta sensación en los círculos baloncestísticos como él había creído, por lo que, después de un par de meses sin jugar, tuvo
que conformarse con la atracción del dinero turco. De este modo, el alero recaló en el Besiktas,
donde rindió a buen nivel con 11,8 puntos aunque se quejaba de la ausencia de
minutos de juego. Estas tensiones con el entrenador acerca de su protagonismo en el juego hicieron que se retirara voluntariamente del equipo después de tres meses enrolado en la disciplina del equipo, aunque sin causar tanta impresión en Estambul como en la capital serbia.
La aventura europea le sirvió para que los equipos NBA volvieran a
abrirle las puertas, aunque los interesados tomaron toda clase de precauciones
para no terminar de comprometerse del todo. Así, Morrison pasó por los campus
de entrenamiento en Brooklyn Nets, Los Angeles Clippers y Pórtland Trail
Blazers, los más interesados en su incorporación, aunque finalmente un nuevo
corte antes de iniciar la temporada le dejó en la estacada y, después de otra temporada completa sin jugar,
con casi 30 años de edad, el alero no se ve animado para un nuevo comienzo sobre la
cancha. Habrá que marcarle de cerca en los banquillos para comprobar su
adaptación.
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