Aquel coqueto pabellón flamantemente nuevo, el Fernando
Martín, no era demasiado distinto del Hall Pionir, ni del vetusto Hala Sportova. Algo más pequeño,
con espacio para unos 2.000 espectadores menos, pero podía convertirse en una olla
a presión aún más caliente y humeante que el mítico campo de Belgrado.
Solamente había una condición, que aquel grupo de once serbios y un croata,
todos yugoslavos en aquel momento, fueran capaces de movilizar a una ciudad
predispuesta para el baloncesto, a pesar de que no habían tenido la oportunidad
de disponer de su propio equipo de élite.
Mientras la guerra se desataba en una zona acostumbrada a
los conflictos territoriales aunque razonablemente habituada a la convivencia
impuesta tras las Segunda Guerra Mundial, los jugadores yugoslavos encontraban
en el baloncesto una tabla de salvación, una forma distinta de luchar por su país
sin tener que empuñar las armas. La pelota gorda seguía en movimiento mientras
miles de serbios, croatas y bosnios, algunos de ellos familiares y amigos de
las estrellas del basket, acudían a luchar contra los que hasta el momento
habían sido sus compatriotas.
En este caldo de cultivo, y aunque la liga nacional
yugoslava no sufrió demasiados problemas, más allá de la ausencia de los
equipos croatas y eslovenos, naciones ya proclamadas independientes, la FIBA
clamó por la seguridad de los equipos participantes en las competiciones
internacionales europeas, por lo que obligó al exilio a las escuadras con base
en la zona en conflicto a buscarse otros campos en los que jugar sus partidos
como locales. Los tres equipos en liza se refugiaron en España durante esa
temporada. La Jugoplastika de Split, por aquel entonces Slobodna Dalmacija, se
refugió en La Coruña, mientras que la Cibona de Zagreb dejó la capital croata
por la localidad gaditana de Puerto Real. Por su parte, los protagonistas de
esta historia, los únicos que consiguieron hacer del destierro su nueva casa,
los jugadores del Partizan de Belgrado recalaron cerca de Madrid, en
Fuenlabrada, en una coqueto pabellón estrenado hacía apenas unos meses, sin un
equipo de élite que impusiera horarios y restringiera entrenamientos y a pocos
minutos del aeropuerto más importante del país, Barajas.
A pesar de que la elección fue estratégicamente buena,
descontando el perjuicio inevitable de tener que jugar a miles de kilómetros de
casa, el Partizan de Belgrado no planificaba la temporada 1991/1992 como una de
las más exitosas de su historia. Sus jugadores más destacados de las pasadas
campañas, Vlade Divac y Zarko Paspalj, habían abandonado la disciplina de
Belgrado siguiendo el esplendor de la NBA y de los siempre manirrotos equipos
griegos, dejando una plantilla de jugadores talentosos pero jovencísimos, con
una media de 21,7 años y con ‘Shasha’ Djordjevic y Pedrag Danilovic como
principales referencias ofensivas. Y es que, además de las grandes estrellas,
la disciplina serbia también perdió a uno de sus jugadores más veteranos, el
base Zeljko Obradovic, que iniciaba con 31 años, y dejando inesperadamente su
puesto en la primera plantilla y su carrera de jugador en activo (la oferta le
llegó cuando estaba concentrado con la selección yugoslava), su exitosa leyenda
en los banquillos de media Europa.
Con estos mimbres, muchos de ellos novatos, los partisanos aún
no eran conscientes de lo que iba a suceder. Y es que el equipo serbio y la ciudad
madrileña pronto iniciaron un idilio que se prolongaría durante los siete
partidos como locales de la fase de grupos sw la Copa de Europa, una ronda en
la que, a pesar de los miles de kilómetros, sí hubo una conexión entre los
jugadores y el público. Los seguidores fuenlabreños estaban sedientos de
baloncesto de élite, y la llegada de un club de referencia de uno de los países
con mayor tradición baloncestística pareció bastarles para que llenaran el
pabellón en todas las citas, tomaran la camisera blanquinegra como suya e
incluso defendieran a los ‘suyos’ en sus enfrentamientos contra los equipos
españoles en liza. Por su parte, los jóvenes jugadores yugoslavos hicieron un especial esfuerzo para responder a la animosidad de la afición, permaneciendo
durante más de una hora firmando autógrafos y complaciendo a los aficionados e
intentando aprender a marchas forzadas algo de castellano, al menos los números
y algunas expresiones útiles. Como una suerte de amor de fin de semana, los
jugadores podían huir durante algunos días de la triste realidad de una guerra
civil y los seguidores podían maravillarse con el juego de un equipo plagado de
talento y deseo y, al fin, entregarse a unos colores.
En lo deportivo, el paso del Partizan por el pabellón
Fernando Martín fue muy positivo, venciendo todos sus partidos menos uno, al
‘vecino’ Estudiantes, que posteriormente se plantaría contra todo pronóstico en
la Final Four. Por el recién estrenado parqué pasaron Commodore, Maes Piels,
Phillips Milán, TSU Bayer 04 y Aris, además del Joventut de Badalona, que
esperaba encontrar un ambiente más favorable al tratarse de un equipo nacional,
pero que se toparon con la realidad de que, a efectos de la Copa de Europa, el
Partizan no era un equipo llegado del otro lado del Mediterráneo, sino que se
había convertido en el Partizan de Fuenlabrada.
La peripecia fuera de casa en esta fase de grupos no fue tan
exitosa, aunque los balcánicos sí consiguieron vencer en Milán y Salónica, clasificándose
como cuartos del grupo para la eliminatoria previa a la Final Four. Objetivo
más que cumplido para los jóvenes y viajeros jugadores partisanos, con los que
pocos contaban dada la odisea deportiva y geopolítica que atravesaban y a los
que la FIBA permitía volver a casa a jugar los cuartos de final contra el Knorr
de Bolonia. Atrás quedaban cuatro meses de competición, muchos recuerdos y un
buen recibimiento, que fue agradecido con la invitación de varias autoridades y aficionados fuenlabreños al Hall
Pionir en el primer partido ya en casa.
Con la inercia positiva, los de Belgrado vencieron a los
italianos en una serie que se prolongó hasta los tres partidos, sellando su
pasaporte a la Final Four de Estambul, donde compartían los focos con tres
viejos conocidos de la fase de grupos, Phillips Milán, Joventut de Badalona y
Estudiantes. Una vez en la ciudad turca, el sueño, tan irrealizable a principio
de temporada, estaba más cerca y había que luchar por con seguirlo. Ya no había
nada que perder.
El Partizan volvió a deslumbrar con su juego en las semifinales ante el equipo milanés, consiguiendo clasificarse para el partido
definitivo con un resultado de 82-75. Dos días después, el rival sería el
Joventut de Badalona, equipo mucho más experimentado que obligaría a los
balcánicos a exprimirse al máximo. En un partido rocoso y difícil, brusco en
algunos momentos, brillante en otros, el marcador reflejaba un empate a 68 a
apenas 20 segundos para el final. Tomás Jofresa intentaba una penetración más
trabada de lo previsto para conseguir una canasta llorosa y emocionante cuando
restaban menos de 10 segundos para la bocina. Solamente quedaba una bala en el
cargador.
El balón se puso en juego con rapidez. Djordjevic avanzó
rápidamente a pesar de la presionante defensa de Jofresa. Una vez en la pista
de ataque, y antes de que Juanan Morales llegara a la ayuda, el genial base de
Belgrado se elevó en un un salto algo desequilibrado, aunque con el torso
perfectamente orientado hacia la canasta… El resto ya es historia: triple a
menos de tres segundos que colocada a los partisanos 71-70 y un escasísimo
margen de maniobra para los de Badalona, que solamente pudieron lanzar a la
desesperada y ya sin tocar siquiera el aro.
La aventura del Partizan en su temporada más difícil, con la
pérdida de sus mejores jugadores, la guerra en casa y el exilio en la
competición europea, se saldaba con el primer y único máximo título continental
para los blanquinegros. Como si de un cuento de hadas o una novela de aventuras
se tratara, la escuadra dirigida por Obradovic, liderada por Djordjevic y
Danilovic y completada por Ivo Nakic, Nikola Loncar, Vladimir Dragutinovic y
Zeljko Rebraca, entre otros, consiguió sobreponerse a todas las adversidades
para terminar besando su primera y única Copa de Europa.
Material adicional
“Sueños robados. El baloncesto yugoslavo” de Juanan Hinojo
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